sábado, abril 16, 2016

La inesperada virtud de la ignorancia



Cuando compré los boletos en taquilla, hace una semana, me sugirieron llegar antes de las 8:30 el día del evento, porque a esa hora cerrarían las puertas del teatro y ya no permitirían la entrada más tarde.

Tomé al pie de la letra la recomendación -nunca he soportado la impuntualidad- y ya estábamos en El Teatro Metropólitan a las 7:00, el día del evento.

Todavía había poca gente afuera del recinto y mi esposa no había comido. Nos metimos a comer arroz chino en un restaurante, a unas cuadras del teatro. Mis papás no quisieron comer nada. Ni siquiera aceptaron una bebida. 

Cuando salimos del Take A Wok ni siquiera eran las 8:00, pero ya había más gente afuera del teatro. 


Parecía una pasarela de tribus urbanas. 

Había gente mayor -auténticos hippies de la época de Woodstock-, oficinistas de mediana edad recién salidos del trabajo, yuppies y preppies con calzado impecable y trajes caros, hipsters con las barbas crecidas y cortes de cabello ad hoc, adolescentes con playeras de Metallica y los rostros llenos de acné y -por supuesto- no podían faltar los aficionados al teatro.

El evento prometía ser una mezcla de teatro, cine y -lo más importante- música en vivo. 

Además, tenía la firma de Alejandro González Iñárritu


Mi tutor de doctorado repetía hasta el cansancio que él sólo iba al teatro a pensar en experimentos, porque le resultaba insoportable y aburrido. 

A mí me gusta el teatro, pero no soporto a la gente pretenciosa que suele asistir al teatro -me hacen pensar en los aristócratas con monóculo y frac que retrataba Marcel Proust en sus textos-, y los evito.

Me refiero a los aficionados que llegan en clanes, vestidos de gala y que se la pasan hablando -a todo volumen, para que todos los escuchen- sobre Broadway, escandalizándose por las actuaciones de todos los actores del mundo, en los vestíbulos de los teatros.

En verdad, no los soporto. 

Por esa clase de aficionados, casi no voy al teatro.       


En el vestíbulo, había un montón de gente comprando todo tipo de bebidas y golosinas. 

Ni mis papás, ni mi esposa, ni yo, quisimos nada. 

Mi mamá estaba más interesada en encontrar a algún famoso por allí. 

Ella había escuchado en algún programa de televisión que Antonio Sánchez -la estrella del evento- era nieto de Ignacio López Tarso, y por eso esperaba encontrárselo a él, o a actores semejantes. 

Nuestros asientos estaban en la segunda sección de la planta alta. Teníamos una vista decente. No estábamos tan lejos del escenario -de hecho, la batería quedaba justamente frente a nosotros-, pero la mayoría de las butacas todavía estaban desocupadas.

Cuando aquello se llenara, probablemente ya no tendríamos una vista tan decente.

Quería comprar boletos en una mejor sección, pero cuando fui a la taquilla ya no había muchos disponibles.


A las 8:10, el teatro todavía no estaba ni a la mitad de su capacidad. Era obvio que la mayoría de la gente llegaría tarde y que no cerrarían las puertas a las 8:30, como me habían dicho una semana antes en la taquilla. 

Mi papá ya se veía un poco impaciente -le había dicho que el evento comenzaría a las 8:30-, así que le pregunté si ya conocía ese teatro y me contó que había visto varias películas allí, con mi mamá, cuando los dos eran novios.

Mencionó varios títulos, pero ninguno me sonó familiar.

Las butacas comenzaron a llenarse, mucho después de la hora límite. 


Después de las 9:00, se apagaron las luces del teatro y un tipo salió al escenario. 

La gente lo confundió con Antonio Sánchez, pero luego él explicó que era editor de la revista WARP -la organizadora del evento- y habló sobre la revista y otras cosas relacionadas con el décimo aniversario de la revista. 

El anfitrión introdujo a Antonio Sánchez.

El baterista dijo que la música le interesó desde que era muy pequeño y que se decidió por la batería y que había tocado en prestigiosas bandas de jazz, y que había conocido a Iñárritu en Los Ángeles y que éste le propuso hacer la música de Birdman

Después de su breve discurso, Antonio Sánchez tomó asiento detrás de la batería, ajustó algunos detalles técnicos y, casi simultáneamente, el logotipo de Fox apareció en la pantalla de El Teatro Metropólitan.

El lugar se llenó de flashazos y de gritos.

El espectáculo me gustó, pero fue un poco extraño. 

El audio de la película tenía un volumen muy alto -para que el sonido de la batería no lo tapara por completo-, y algunas veces -sobre todo cuando había ruidos ambientales, como clacsons de automóviles o detonaciones de armas de fuego-, resultaba molesto. 

La sincronización entre la película y la batería en vivo, fue sorprendente.


Antonio Sánchez dejó el escenario cuando terminó la película, pero regresó -después de los créditos- a improvisar durante más de quince minutos. 

Para entonces muchas personas ya se habían retirado del teatro, como suele pasar en las funciones de los cines -casi nadie se queda a mirar los créditos-, y estábamos precisamente frente a la batería -teníamos una vista estupenda-, pero, justamente en ese momento, a un espontáneo que iba de salida se le ocurrió quedarse de pie, tapándonos toda la vista, mientras Antonio Sánchez tocaba.  

Debí comprar boletos en una mejor sección. 


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